Eduardo Lozano
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Eduardo Lozano pertenece a esa especie de “hacedores” tercos que desafían la moda y la demanda del mercado. Asume su pintura como una aventura de la libertad, sin más patrón que sus propios impulsos, esos que se debaten entre el éxtasis de la creación y el tormento de la soledad. Así se nos presenta el artista en este conjunto de obras, como un pintor sin más, pero separado de los convencionalismos. Tampoco hace falta más. Toda ruptura implica una renuncia, y Lozano, formado en la pintura académica, no siente apremios cuando rompe las reglas, como si el empeño de construir el cuadro se parangonara con el acto mismo de la deconstrucción. Así vamos viendo como maneja los tiempos de la pintura, un diapasón que estira y encoge a gusto y antojo. Por eso, enfoca y desenfoca, dibuja y desdibuja, distorsiona y enfatiza. Porque ha descubierto el espacio del lienzo donde se pinta sin pintar, como los silencios en la música. Lozano evidencia una preocupación vital por el hecho pictórico. La dimensión pintura-pintura es una presencia permanente. Deudor de la vanguardia, el soporte discursivo de su obra es generalmente el pretexto, por lo tanto transmutable a fin de no coartar, ni impedir que el cuadro escape al propio cuadro. Sin embargo, no ha desperdiciado la oportunidad de entregarnos una crónica sustanciosa de la realidad cubana, una verdad agria como su paleta, vital como sus pinceladas, a veces desapercibida de tan cotidiana ; otras, tan evidente como sus contornos, pero siempre dramática y sufrida. Esos rostros, esos personajes, son de carne y hueso. Habitan los lienzos para no sucumbir en el anonimato.
Manuel Martinez Ojea