Alejandro Casanova
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Casanova propone un juego, una interacción con el público que convierte a la muestra en un acto cercano a lo performático. Lo cromático adquiere volúmen, la luz se corporiza y en sus destellos la pupila se regala con cuerpos desnudos y con arriesgadas propuestas de perspectiva. La perspicacia de Alejandro a la hora de plasmar lo sublime, dentro del paisaje cotidiano, se revela entonces en su certeza, como un grito de «¡Despierta! ¡Busca!», que suena como un gong adentro del frasco de los imaginarios. La desnudez acontece, desprovista del canto anciano de la provocación, de la seducción, centrada en representar al modelo sin la acostumbrada pose que lo supedita al contexto. En su obra, el pintor valenciano integra al retratado en el medio en que es retratado, es parte del todo, como el mobiliario mundano, esas mascotas con aroma de can goyesco que acompañan a los personajes, las plantas melancólicas que jalonan las esquinas de sus cuadros… el mismo encuadre resulta parte de ese diálogo suculento, un diálogo que nos murmura en el lenguaje del color, un color que recuerda a la lengua del pincel de Lucian Freud en sus abismos cromáticos, o a esa soledad infinitesimal que acompaña a las personas en las pinturas de Edward Hopper.